jueves, 1 de diciembre de 2011

La conquista del espacio subjetivo a través de la práctica del yoga

Hace tiempo ha dejado de ser la palabra yoga un término extranjero en nuestra sociedad moderna occidental. En una captación más o menos fiel de lo que se trata en sus orígenes, ha trascendido su lugar y cultura natal para aparecer con fuerza a mediados del siglo XX en un movimiento expansivo que ha atraído en forma progresiva a las diversas sociedades occidentales. De aquí que no sea inusual encontrar hoy en día que dentro de la oferta urbana destinada al ocio del hombre moderno hay multitud de posibilidades de iniciarse en esta práctica oriental.
Aceptar el desafío de ir a conocer de qué se trata es hoy en día algo fácil y a la mano. Algo distinto implica sostener una práctica como ésta, encontrándose con lo que de tradición y enseñanza milenaria acompaña a la disciplina, así como también con las vías que se abren de reinterpretación y adaptación cultural y personal en la búsqueda de una posibilidad de apropiación de esta práctica dentro de la propia vida cotidiana.
De la mano de esto se despliega una multitud de experiencias posibles, tantas como las hay implicadas en cada subjetividad. Dentro de éstas es quizás una de las más transversales la que tiene que ver con el modo en que el cuerpo es retomado por esta enseñanza: el cuerpo es llamado a ser el terreno en que el hombre se desafiará a sí mismo, en que podrá conquistar potencialidades desconocidas y cuyo esfuerzo de trabajo consciente y pleno le servirá de plataforma para ir al encuentro de un más allá.
La práctica del yoga se constituye en la soledad del cuerpo biológico, en una experiencia carnal que transita por el dolor y el cansancio, y en la cual el esfuerzo y la ambición son requeridos para dar sostén a su perseverancia. Como práctica que favorece la reconquista del propio cuerpo, la sensibilidad y conciencia corporal, lo que aparece en primer plano en el ejercicio de ésta es el dolor corporal: cada una de las partes que son llamadas a la conciencia y al dominio voluntario de ésta se resisten a través del dolor, de la extrañeza de la sensación. Pero por sobre todo, si es que existe un verdadero obstáculo a la práctica este es el propio deseo de detenerse, de dejarla.
Es el deseo de la inacción, o más bien, de querer dejarse llevar por la inercia a la que estamos mental y corporalmente acostumbrados. Si hay algo realmente difícil en la práctica es estar ahí. Permanecer atentos a nuestra conciencia y perseverar en su direccionamiento al trabajo que realizamos con el cuerpo se constituye en una tarea siempre necesaria y siempre presente.
En esta mirada atenta e ‘inteligente’ que se vuelca sobre sí misma y el propio cuerpo es el punto en donde el yoga, la mismísima palabra yoga adquiere su pleno sentido, pues lejos de tratarse de un ensimismamiento, un ostracismo o un egocentrismo, lo que se busca a través del dominio del cuerpo es alcanzar a esa experiencia de unidad que va más allá de los propios límites del ser humano. El trabajo solitario con el cuerpo avanza desde lo más burdo y material hacia lo más sutil y abstracto, recogiendo los límites y debilidades personales, así como las potencialidades y frutos de la práctica, para reconocerlos en el marco de la pertenencia a la relación con el otro.
                    
La invitación que se propone en la práctica de yoga puede entenderse como un llamado a actualizar un cuerpo ausente, o bien, pensarse directamente como una invitación a crear un cuerpo propio que no existe en su condición de tal.
En la cotidianeidad de la vida moderna la condición de existencia del cuerpo es en general la de su ausencia. Si todo anda encaminado por la vía de la ‘normalidad’, el cuerpo responde y opera acoplado al devenir de la vida, tal y como es organizada y comandada por la conciencia. Así, durante un día común y corriente, el cuerpo se nos hace presente escasamente, y cuando sucede que se materializa, se trata ya sea de la necesidad cultural de rendirle los cuidados apropiados, ya sea para responder a sus necesidades biológicas.
En realidad su innegable aparición se da cuando irrumpe rompiendo el ‘equilibrio’ de la inercia en que vivimos acostumbrados. Su entrada es acompañada siempre del carácter de lo disruptivo, de lo displacentero, de lo ajeno para el sujeto en tanto vehiculiza experiencias de dolor, de angustia y de emocionalidad en general.
Es así como a la práctica de yoga asiste un cuerpo por entero construido y potencialmente pleno de significaciones. Actualizado o creado, es un cuerpo de densidades inimaginables, un cuerpo biológico, anatómico, que funciona con una lógica mecánica. Y más allá de éste, es también la posibilidad de encontrar un cuerpo que trasciende los límites de la piel y de la carne, los principios de la física y de la mecánica para abrir paso a un cuerpo imaginario, articulado a significaciones que dan origen a la construcción de un espacio mental nuevo, a la ampliación de sus dimensiones y a la inclusión del otro en una dimensión de lo común.
El acceso a este espacio imaginario en donde es posible armonizar la relación a la alteridad se construye directamente desde el cuerpo. Es en su materialidad en donde se trabaja con lo fragmentado, lo irregular, lo múltiple y lo indómito de su naturaleza. Sobre sus ritmos, tensiones y direcciones se va tejiendo la posible compensación y coordinación de sus fuerzas y el encuentro de sus tendencias aparentemente contradictorias, dando como resultado el complemento y la integración de las partes en un espacio corporal y mental que parece ampliarse y adquirir una quietud que incluye toda diferencia, toda separación.

Escrituras del cuerpo

Este cuerpo propio a través del cual existimos -en Occidente- suele ser un invisible y a lo más un lugar común, vestido de una interesante mezcla de imágenes y símbolos de sentido común impregnado de saber médico que informa e introduce cuerpo a todo lo que imaginamos como contenido por la piel de nuestros cuerpos.
Muchas son las vías a través de las que es posible ir más allá de este invisible, solo sensible y presente frente al dolor, ante lo que escapa a lo normativo, frente a la molestia para uno -y sobre todo la que se dicta como siendo tal para muchos-. Me refiero al cuerpo anormal, deforme, exótico, enfermo.
La práctica de yoga es una de estas posibles vías, una apertura hacia la conquista del propio cuerpo -y remarco lo de propio, pues es en cierto sentido un viaje a la singularidad-, ese del cual hemos sido desterrados por el conocimiento biomédico. Conquista que parte del reconocimiento de la naturaleza no natural de nuestro cuerpo, del percibir que su materalidad no es solo la de la carne observada, cortada, testeada y también reconstruida, creada, modificada, "sanada" por la técnica y la tecnología científica, sino que se constituye a través de símbolos más allá y más acá de los límites de la piel y de los espacios anatómicos, en una configuración armada en el interjuego de lo social y de lo subjetivo. El cuerpo como lugar en donde se encarnan, producen, elaboran, tranzan y dialogan los aspectos culturales, sociales y los de la propia singularidad. En mi experiencia la práctica del yoga puede convertirse en una potente técnica para explorar este terrreno novedoso, heterogéneo, vital y dinámico, que por lo mismo siempre se muestra como inacabado, y en cierto sentido imposible de aprehender.
Quizás a ello se deba la sensación de desorientación y mareo que a veces me acompaña cuando pretendo hablar o escribir de la experiencia subjetiva y del cuerpo al que es posible acceder a través del yoga. Se presenta como simplemente algo a nunca acabar. Por lo mismo, y asumiendo esa imposibilidad, me limito ahora a dar solo unos trazos sobre lo que en el cuerpo se muestra como impresiones y efectos de nuestro habitar un espacio y tiempo cultural.
Inspirada en lo que plantea Mauss en su conocido artículo Técnicas del Cuerpo de 1934, pienso en todo aquello que puede ser dicho -siempre que pueda ser escuchado, leído y por supuesto descifrado- por la exterioridad del cuerpo en sus formas, posturas, movimientos, ritmos y modos de relación con el espacio y sus objetos. (Y para qué decir todo lo que puede ser dicho por y para la interioridad de la conciencia que experimenta. Pero eso es para otro momento... y tiene relación con ese viaje singular). Exterioridad corporal que habla sobre el modo en que el sujeto vive en un mundo cultural y socialmente construido y compartido, superficie en donde se inscriben (des)encajes, roces, resistencias, aperturas, sujeciones, rendiciones. Un cuerpo que en sus formas, tonos, posiciones y movilidad refleja la cristalización de modalidades de relación con el entorno; ciertas tendencias, costumbres, modales. Cristalización de repeticiones y sus sentidos. Así como Mauss señala que en el adulto habría una pérdida de la capacidad de ponerse en cuclillas -con la consecuente pérdida de posibles comodidades y beneficios que ello podría traer-, en la práctica de yoga es posible observar cómo es el cuerpo occidental -o más bien, cierto cuerpo occidental- el que en general pierde esa capacidad visiblemente intacta en los niños. Cierto cuerpo: aquel que se ha hecho adicto al uso de ciertas posiciones directamente dadas por la relación con artefactos del estilo de la silla; aquel que ha olvidado la posibilidad de sentarse en el suelo o en un único plano, utilizando las múltiples posibilidades de flexión, extensión, cruce, y montaje que le ofrecen sus piernas, y en donde las mismas pueden servir a modo de un soporte como la silla. Pero la práctica no solo evidencia las distintas (im)posibilidades que están dadas para cada cuerpo según su cultura, sino también la apertura que ofrece la carne para nuevas reconfiguraciones. Por ejemplo, y en mi experiencia personal, cómo desde la continuidad de la práctica sucede que la silla deja de ser una silla para transformarse en simplemente suelo.